Presentación de la
nueva edición de la novela
En
este pueblo no mataban a nadie, de Carlos F. Changmarín
Ariel
Barría Alvarado
IX Feria
Internacional del Libro
Panamá, 24 de agosto
de 2013
Hay varias formas de
leer una novela, como hay varias formas de subir una colina. Por ejemplo, se
puede subir a una colina para hacer ejercicio, para admirar el paisaje, para
orientarse en medio de un terreno amplio, para respirar aire más limpio, o
simplemente porque la colina está frente a nosotros y no queda otro remedio…
Aunque también se puede hacer todo eso a la vez, a medida que se llega a la
cima de la colina.
Leer una novela es
lo mismo. Se puede leer por simple divertimento, para cumplir una asignación
académica, para ampliar el vocabulario, para conocer mejor el medio en que nos
desenvolvemos, para descubrir los trebejos que emplea un escritor en su oficio,
para entender una etapa histórica o literaria en particular, o para ser mejores
personas. Y de acuerdo con ese orden, cada motivación de la lectura es más
exigente que la anterior.
A menudo, cuando leo,
yo siento que recorro todos esos motivos al mismo tiempo, y eso resulta
particularmente cierto cuando leo a Changmarín, y lo he vuelto a sentir cuando
releí En ese pueblo no mataban a nadie,
obra que este año se presentó como parte de los festejos por el aniversario 75
de la Escuela Normal Juan Demóstenes Arosemena, en junio pasado.
Pienso que no hay en
Panamá quien no estime como de gran valía el significado de ese templo del
saber, y valore en su justa medida el conjunto de aportes que se han volcado en
todo el país desde estas aulas fundadas bajo la administración del presidente
Juan Demóstenes Arosemena sobre un mítico descampado llamado por los lugareños
“El Llano de las Batatillas”.
Y
ya que evoco el concepto de mito, me permito recordar que bajo esta concepción
solo recaen hechos que una buena parte de la humanidad considera como propios
y, en consecuencia, valiosos, a veces implicando en su tejido algún elemento
divino, mágico, o heroico en gran medida cuando se refiere a seres humanos.
Aparte
de su valía concreta, innegable, un cúmulo de cualidades que son parte ya del
imaginario popular y, en consecuencia, de la literatura, alcanzan a la Escuela
Normal hasta el presente, y de esta forma se reflejan en la novela de
Changmarín, que se ofrece otra vez al público en esta Feria del Libro, en nueva
edición, y donde se afianza la presencia del plantel normalista como un factor
intrínseco a la historia de Veraguas, en particular de Santiago, desde donde
irradia a toda la faz nacional.
Para
quienes entran en el medio literario, con intenciones de producir un texto
valioso, uno de los dilemas que parecen más infranqueables es el de promover en
su obra acciones, tiempos, personajes, que sean universales, es decir, que
permitan ser comprendidos y apreciados en cualquier latitud.
Algunos piensan que eso equivale a hablar solo
de las calles de París, de las torreas de cristal y acero de Nueva York o de
los canales de Venecia siempre prestos al lance amoroso. Solo vienen a caer en
cuenta de su yerro cuando se les recuerda cuán universal es el garcimarquiano
pueblo de Macondo, a pesar de ser un villorrio colombiano ignoto y medio
fantástico, o cuán universales pueden ser las torres eclesiales y los árboles
aldeanos del poema “Patria” de Ricardo Miró, o bien los sensuales mangos
taboganos a los que cantara Sinán.
En
efecto, cuando Mario Augusto Rodríguez (1917-2009), tan ligado también a las
aulas normalistas, describe el lento ascenso de la fragorosa carreta:
Se
lamentan, chirriando, las dos ruedas
de
marchar por veredas pedregosas.
Gimen
las pobres bestias despaciosas,
pero
siguen venciendo las veredas.
no
hay en estos versos menos universalidad que en Juan Ramón Jiménez (1881-1958) cuando
nos describe a un inefable borrico con estas palabras cargadas de poesía:
“Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de
algodón, que no lleva huesos. Solo los espejos de azabache de sus ojos son
duros cual dos escarabajos de cristal negro”.
Y
a medida que leía En este pueblo no
mataban a nadie, de nuestro Changmarín, presentía planear en toda su
envergadura las alas de la universalidad en las páginas aquellas que describían
al “Llano de las Batatillas”, sobre el que se levantó la Normal, con palabras
tomadas de paradigmas universales, atávicos, tan propios al ser humano como sus
más acendrados sobresaltos:
“Después
de la guerra del llano… nada más nacieron allí las inútiles batatillas que dan
flores, entre lila y campánula y además emergió la leyenda pálida y azulenca de
la luz del llano. Emergía en las noches friolentas del lluvioso mes de octubre;
la luz titilaba a campo traviesa, con un contorno verde azul, su expresión
huidiza, el halo intermitente y casi pavoroso. De
pronto los caballistas, al cruzar el llano de la guerra y los difuntos, sentían
el pánico de los destellos de incandescentes manos de soldados muertos o
culebras de luz, que trepaban por las patas de los animales… ¡Ave María
Purísima!...”
Esa
célebre luz que emergía en estos llanos míticos como ya dije, fue interpretada
de muchas maneras, aunque prevalece la evocada por Mario Augusto, que vio en
ella la luz del saber, la llama errante que encontraría forma concreta en este
vivero de educadores.
Changmarín
labra la novela que se ofrece en nueva edición, y que tanto alude a la Escuela
Normal, de un tronco duro pero siempre floreciente, que es el de los saberes
populares, cuyos brotes suelen surgir del lado contrario en que se alzan los de
la historia oficial, quizás muy de cara al sol pero no por eso más genuinos.
En
ese cúmulo de consejas, de expresiones soltadas en voz medida, no solo pululan historias
de fantasmas y abusiones, de melancólicos y errantes padres sin cabeza que
recorrían las calles en busca de un amor perdido; también hay personajes,
prototipos de los que solemos ver en la realidad con sus discursos y
ditirambos, con sus poses de matones o sus explosiones de soberbia, con sus
miedos disfrazados, con sus anhelos de cambiar el mundo a su manera, y junto a
ellos, las clases dominantes y las dominadas, los amores consumados y los
anhelados, los excesos de cualquier tipo, los héroes y los villanos que siempre
han sido y siempre serán mientras esto se llame mundo.
Changmarín
tiene lo que debe tener todo escritor, en particular si aspira a ser un buen
escritor: gran oído, buena vista, excelente memoria y, claro, un lápiz afilado
para saber contar todo como lo merecen la literatura y los lectores.
Con
su oído capta las expresiones esenciales del pueblo, de las gentes de todas las
capas, porque en esta novela desfilan desde pobretones hasta potentados, desde
curas hasta tinterillos, y desde beatas hasta casquivanas. Y en cada expresión
de ellos uno siente que late la persona evocada con ese personaje.
Como
en esos efluvios de aire caliente de los que se vale el Capi Ruiz al exponer
sus discursos, y que le dan presencia genuina, distintiva, al personaje:
“—Soy
anarquista y visigodo, además, ustedes, no valen un sebo… No saben un carajo”.
Con
su vista capta los contornos de su medio, los recoge y los transmite en sus
descripciones, y nos puede contar cómo eran otros tiempos, o como son los
sucesos que ocurren y que, aunque conocemos, nos encanta ver reproducidos con
otras palabras. Hay tantos en esta obra, pero solo recojo estas breves líneas
sobre un aguacero de nuestros campos:
“El
aguacero vino… con la brisa pálida del sur; primero fue el amago desperdigado
de goteras, un cierto barrejobo. Después, el crujir de los roncos truenos lilas
sobre el piso de madera del cielo. Los chiquillos solían decir que había un
gran entablado arriba de las nubes, sobre él rodaban bolas de cristal
descomunales, y trompos gigantescos, que al correr y desenrollarse producían
tales ruidos y ecos mundiales”.
Con
la excelente memoria nos puede decir lo que ocurre, lo que ocurrió e incluso lo
que ocurrirá. Y eso hace Changmarín al rememorar para nosotros, también en boca
del sabelotodo Capitán Ruiz:
“En
este pueblo no matan a nadie… pero una vez, tiempos pasados, se ultimó a mucha
gente en las viejas guerras y por eso… el abuelo del gran poeta Rubén Darío,
huyó de acá hacia Nicaragua… Y nos perdimos ese poetazo… Ustedes, aprendices de
pedagogos, estoy seguro de que algunos profesores no les han explicado que los
pedagogos eran simples esclavos, en el Imperio Romano, a quienes los patricios
confiaban la llevada de sus hijos a los gimnasios, donde recibían las
enseñanzas. Agarren esa; tomen nota, porque la educación… no solo está en la
aula, sino en la vida misma”.
Y
quién puede negar que en Changmarín tenemos una de las plumas más aceradas del
Istmo, la misma que en esta novela, sin mencionar nombres pero dejando en todo
momento que podamos intuir de qué y de quiénes trata, desnuda las componendas
políticas, los fraudes, las mañas y las zancadillas políticas, que ya entonces
florecían con la misma fertilidad de las “inútiles” batatillas del llano, y que
a pesar de tanta denuncia se mantienen vivas hasta el presente.
Porque
a pesar de que en esta novela, los acontecimientos políticos se refieren a una
etapa específica, en el extremo final de la década de 1930, y en torno a aquel 5
de junio de 1938, el rejuego de ideales, intereses, compromisos políticos y
económicos en torno a la creación de la Escuela Normal son expuestos bajo una
luz crítica que trasciende el propio prisma del autor y el espacio que
constituye el denominado cronotopo de la obra.
En
efecto, en discordancia con las voces que exaltan al presidente que llevó a
cabo esta gran obra, el autor pone sobre el tapete los grandes males que
azotaban al país por ese entonces, y que lo siguen azotando, por causa de
gobernantes que no entienden la trascendencia de su misión y por subalternos
que abanican toda acción de su parte, por más deleznable que sea, con el simple
fin de que lleguen a su boca o a su bolsillo unas míseras prebendas.
Obra
literaria estimable, muestra panameña de lo real maravilloso con sus propios
espectros inefables y sus lluvias de peces, bisturí de un momento social y
político, páginas anecdóticas cuajadas de gracejo popular, álbum de estampas,
crónica de un momento en la vida nacional, testimonio de un gran paso que ayudó
a la nación a vestirse con pantalones largos, Changmarín, Veraguas, La Normal,
Panamá… hay tantos motivos para leer esta novela como motivos tendría uno para
ascender a una colina, y no me atrevería a recomendarles una, porque, como dije
al principio, yo la disfruté en todas sus facetas, y no dudo que con ustedes
pasará igual.
Largos
años a Panamá libre, democrática, soberana –y ojalá que más justa para todos
sin que eso sea vana promesa electorera–, largos años a la memoria de
Changmarín.